Tuesday, November 14, 2006

 

Recuerdos de Peralillo y Pichilemu

PAMELA SIMPLEMENTE
Aporte de mi hermana Mónica:

Los primeros recuerdos de Pamela se centran en un pequeño pueblito colchagüino: Peralillo..., reminiscencia de olores pueblerinos, casas viejas, calles polvorientas y dormidas, donde apenas se notaban las fugaces carreras de los niños, presos en increíbles historias nacidas de sus desbordantes imaginaciones. La casa en que vivían tenía un corredor largo a través del cual la niña, muy pequeña aún, corría cayendo repetidas veces, lo cual le provocaba una herida en el labio que causaba el revuelo de toda la familia. Esa herida recurrente le dejó una pequeña cicatriz por detrás del labio, la cual, inevitablemente tocaba con la lengua una y otra vez cuando fue creciendo y sintiendo temores.

Eran varios hermanos de los cuales ella era la menor. Formaban una pequeña pandilla y se bastaban a sí mismos para tener entretención a raudales. Uno de sus paseos favoritos era ir a "El Alto". Para llegar al lugar atravesaban corriendo un canal de regadío por un tubo de pequeño diámetro a manera de puente. La pequeña Pamela se quedaba atrás, el canal le parecía un torrente, sus hermanos animaban:

¡Pasa, ya, no tengas miedo, corre, ya lo lograste, vamos, corramos!. Reían y corriendo pasaban los cercos de alambre de púas al lugar encantado. Grandes pastizales eran selvas, una construcción antigua, un silo seguramente, era un castillo. Luchas imaginarias entre caballeros cruzados terminaban con más de un rasmillón.

Vivían al lado de la casa de la abuela paterna, una anciana encantadora, con un nombre extraño: Epigmenia. Hermosa, muy blanca, ojos de un celeste clarísimo, diáfanos, con una distinción que una digna pobreza no lograba negar su pasado y ancestros aristocráticos. Allí los hermanos jugaban a ser místicos y armaban pequeños altares con pequeños objetos que por aquí y por allá tenía la abuela. Jugaban a decir misa, rezaban y luego salían disparados a otra entretenciones más terrenales.

La madre llamada Elisa Hortensia, maestra de la escuela primaria por decisión de su padre que abortó sus deseos de ser profesora de francés. Mujer admirable, varias generaciones de alumnos pasaron por sus manos. La pequeña, que aún no cumplía los tres años, era la única admitida en su sala de clases, en donde, dándose muchas ínfulas ante los alumnos, se sentaba a la mesa de la profesora mientras su madre dictaba la clase.
El padre de nombre Luis César, muy cariñoso, hacía contraste con la autoridad de la madre, formando una dupla perfecta. Algo bohemio en sus años mozos. De gran capacidad intelectual, quedó muy marcado por la muerte sucesiva de cuatro de sus cinco hermanos y de su padre, la mayoría de la temida tuberculosis que hacía estragos en esa época. Los dos hermanos que sobrevivieron, se apegaron a su madre y no fueron capaces de defender el patrimonio que les quedó, desapareciendo en poco tiempo debido a malos negocios. Esa mujer, la abuelita Epigmenia, fue para los nietos como una abuelita de cuento de hadas, tierna y frágil y que con los años terminaría con la mente perdida en el tiempo y en el espacio por quizás qué insondables sufrimientos interiores que fueron dañando su cerebro. Aún así, siguió manteniendo su enorme dulzura.

Años más tarde, muchos años, Pamela volvió a Peralillo de pasada, a un pueblo que el tiempo no ha rozado casi, tanto que en la casa todavía se conserva el rumor de las carreras infantiles y en la plaza el olor de los árboles centenarios.

Todos los veranos significaban un gran revuelo. La madre trabajaba, daba ordenes, las empleadas corrían. El motivo: el veraneo largo de tres meses a Pichilemu, en sus inicios, un aristocrático balneario de la costa colchagüina, la tierra del inolvidable Cardenal Caro. Allá vivía la abuela materna, Elisa como su hija, una mujer trabajadora y austera que forjó una familia extraordinaria de ocho hijos, todos hombres excepto la madre de Pamela. Sin embargo esta última prefería arrendar una casa del pueblo para estar más independiente con sus cinco diablillos. La costumbre de los lugareños era dejar su casa durante el verano para habitar chozas y así ganar algunos pesos. Las casas que arrendaban tampoco eran una gran maravilla, más bien eran una versión mejorada de sus chozas veraniegas. Pero a Pamela y los niños, no era una cosa que les preocupara. Si podían estar en la playa, no sentían ninguna incomodidad. Las camas no eran sino de tabla sobre caballetes de madera y colchones rellenos con paja. Los más suertudos, por supuesto no Pamela, conseguían "somieres” metálicos con patas y colchones de lana.

Pamela, ya más grandecita ayudaba en los preparativos previos al viaje. Ayudaba en la confección de los grandes bultos con los colchones y frazadas. Debían envolverlos en telas de saco y cocerlos con grandes agujas y cáñamos. La aventura comenzaba con el viaje en tren. Un tren a vapor con muchos carros que entraba bufando a la estación de San Fernando donde vivían entonces. El tren se detenía por pocos minutos en el pueblo, así que se debían embarcar febrilmente todos los bultos con colchones, más las maletas, esas de cartón duro y otras de mimbre y finalmente la caja con mercaderías. Lo último era contar a los niños de modo que no se quedara ninguno. Ellos esperaban expectantes y felices sentados en un carro de tercera clase, entre canastas de gallina y los infaltables curaditos que se ponían cargantes ofreciéndoles un "trutro” de gallina y hasta un vaso de vino que lo niños rechazaban asustados, más aún, considerando que sus padres se demoraban en subir en el ajetreo final de embarque de los bultos.. Empezaba el viaje y todos jugaban a nombrar las estaciones cuyos nombre y orden conocían de memoria: Manantiales, Placilla, Nancagua, Cunaco, Santa Cruz, Palmilla, Colchagua, Peralillo, Población, Marchigüe, Alcones, Cardonal, Larraín Alcalde, Pichilemu. Se cruzaban tres grandes túneles, con el humo y hollín llenándolo todo. Así se traspasaba la montaña y se salía para divisar unos valles maravillosos que mucho más abajo se dibujaban como alfombras a cuadros, como esas de las que tejían las abuelitas. Viajes inolvidables que nunca más se repetirán. Ya nunca más correrán esos maravillosos trenes ensuciando la ropa de moros y cristianos.

Y por fin Pichilemu... Pichilemu, espacios interminables, arenas negras, olas enormes, viento furioso de tres días de duración que levantaban polvaredas espesas y provocaban un ulular que sobrecogía. Los niños eran felices allí. Las correrías se multiplicaban: al bosque enorme que circundaba al pueblo. En ese lugar la imaginación se desbordaba. Un tío, el querido tío Lucho, muy fantasioso y querendón con los niños les había contado que en un gran hoyo que allí había, habitaba una enorme serpiente y los chicos, cada vez que llegaban allí, se la imaginaban y disparaban gritando asustados, quizá más de risa que de miedo. Y no faltaba la casa de la bruja. Por lo menos Pamela estaba segura que en una casa tenebrosa escondida entre los árboles vivía una. Lo curioso era que, a pesar de lo mucho que visitaban el bosque, les costaba dar con ese lugar y nunca vieron a nadie. Sólo un humo denso que salía por una chimenea.

¡Ah! y los paseos familiares a El Infiernillo, lugar de rocas con hermosas rompientes y puestas de sol incomparables. Se preparaba la merienda con pollos, sandwiches de queso y a veces allá se preparaba un delicioso asado "al palo". Eran paseos de todo el día, no exentos de peligros, ya que aventurarse por la roca en el período de subida de la marea podía terminar con alguna persona aislada, rodeada de un mar embravecido. Pero si no se cometía esa imprudencia, todo terminaba con un montón de niños agotados y dichosos.

Por supuesto que los baños diarios en el mar no faltaban. Pero sólo en la mañana. La madre se bañaba a veces en los "baños calientes de mar", instalaciones que ya no funcionan. Al mediodía el regreso, a pie y en ocasiones, cuando las finanzas familiares lo permitían, en las típicas "cabritas", coche tirado por caballos que toman un especial trotecito por las subidas y bajadas del pueblo. Entonces era una verdadera fiesta.

Un día de estos nadie quiso ir a la playa, excepto Pamela que no se quería perder por nada su baño. Partió decidida a la casa de su abuelita Elisa, en donde veraneaban una pareja de tíos sin hijos, con la intención de ir con ellos.

- Abuelita, Abuelita... ¿Los tíos...?, preguntó anhelante.

- Qué pena Pamela, ellos ya se fueron a la playa, fue la respuesta de su abuelita.

- ¿Qué hacer? Pamela discurrió que los podía encontrar en la playa y partió decidida a no perder su baño diario.

A mitad de camino se encontró con una amiga del colegio que estaba en la playa con su familia.

- ¡Pamela qué alegría encontrarnos! ¡Quédate con nosotros!, apremiaba la amiga.

Pamela dudó, pero sólo un momento y al rato jugueteaban felices en un mar que parecía estar ese día especialmente delicioso. Pasó el tiempo casi sin sentirlo y luego vino el regreso. Para mayor suerte, esta familia acostumbraba hacerlo en cabrita. Ya Pamela no quería saber más. Palmoteaba de felicidad. Y así iban avanzando por las calles del pueblo, cuando Pamela divisó a sus hermanas mayores , un par de mellizas muy unidas.

-¡Chiquillas, Miren! ¡Qué fantástico!, les gritó Pamela, orgullosa de ir en ese medio de locomoción.

- ¡Pamela!, por Dios, ¿Dónde te habías metido? ¿No sabes la hora que es?. La mamá está desesperada porque tú te habías desaparecido, te estábamos buscando, dijeron las mellizas.

Toda la felicidad de Pamela terminó de golpe. ¿La hora?. Claro, en su casa las doce horas eran sagradas para el almuerzo veraniego. ¿La hora? Pero si ni se la había ocurrido preguntar. Ya eran casi las dos de la tarde y la única pista posible que tenían de ella, los tíos , no tenían idea de nada.

El regreso a casa fue triste. La madre de Pamela seria, autoritaria, escondiendo sin embargo una enorme angustia. Un par de golpes, a la cama y castigada sin un prometido viaje a San Fernando. ¡Qué humillación!..., todo el día en cama y sin estar enferma. Pero Pamela en su interior estaba igual de contenta porque, nadie podía negar lo bien que lo había pasado.

También estaban los paseos a Playa Hermosa, a medio camino hacia Punta de Lobos. Allí tenía su casa de veraneo la abuelita tierna, la de los ojitos azules y nombre curioso, Epigmenia. Quizá la casa ya no le pertenecía, porque había perdido toda su fortuna. Pero igual la utilizaba y allí recibía a algunas amistades, los Bunster, los Larraín y por supuesto los padres mercedarios que tenían un convento en Punta de Lobos. En la casa decían misa en una pequeña capillita que tenía, ¡oh maravilla!, una antigua caja de música, de los primeros artefactos que reproducían piezas musicales por medio de un sistema de aguja y un rodillo que giraba. La guardaban muy celosamente y los niños casi no la podían ver. Era como el tesoro de esa casa que de ese modo adquiría un valor inconmensurable. Un tesoro escondido, vigilado y profundamente anhelado. Desde hacía muchos años existía la radio y la electricidad en esos tiempos, de modo que el tesoro ya era entonces una valiosa antigüedad. Los niños ya adultos, nunca lograron dar con su paradero final, por lo cual la cajita sigue manteniendo un mágico valor en su recuerdos.

La abuela materna, que vivía en el mismo pueblo de Pichilemu, poseía tierras y también algunas de las llamadas "salinas de la Laguna de Cáhuil". Con el tío Lucho, entonces un solterón, visitaban estos lugares de una belleza increíble. Allí se obtenía la sal de mar artesanalmente, mediante la confección de los llamados "cuarteles", pequeños diques de forma rectangular , en donde se almacenaba en cierta época propicia, el agua salada de la laguna, la cual, tras algunos procesos manuales, cristalizaba finalmente en unos fantásticos cristales de sal, que amontonado antes de su ensacado, formaban pequeñas montañas de un albor que deslumbraba.

No faltaba por supuesto la fantasía del tío Lucho:

- En la laguna hay tiburones, a uno de los peones le comieron el brazo. Yo luché con ellos y los maté.

Y como prueba mostraba ante los incrédulos y maravillados ojos de los niños unos cueros de cordero. Pamela, la más chica, le creía todos los cuentos al tío, que no pasaban de ser precisamente eso, "cuentos del tío", pero que los divirtieron y divierten aún hasta estos días.

Otro día se subían a la carreta de bueyes que conducía el inefable Lorenzo, el peón y cuidador que la abuela Elisa y el tío Lucho mantenían en la tierra de secano que la familia poseía, dedicada al cultivo de trigo y a la crianza de ovejas. Pero cansados del lento andar de lo bueyes, se descolgaban para regresar corriendo al pueblo.

Pero llegaba inevitablemente el día del regreso, a Peralillo primero, San Fernando después.

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